. . . en el diván junto a la pared estaba sentada una bonita muchacha pálida, con un ligero vestidito de baile, con gran escote, en el cabello una flor marchita. La muchacha me miró con atención y amablemente cuando me vio llegar; sonriendo, se hizo un poco a un lado y me dejó sitio. -¿Me permite? -pregunté, y me senté junto a ella. -Naturalmente que te permito -dijo-. ¿Quién eres tú que no te conozco? -Gracias -dije-; me es imposible ir a casa; no puedo, no puedo, quiero quedarme aquí, a su lado, si es usted tan amable. No, no puedo volver a casa. Hizo un ademán como si me comprendiera, y al bajar la cabeza, observé su bucle que le caía de la frente hasta junto al oído, y vi que la flor marchita era una camelia. Del otro lado tronaba la música, delante del mostrador las camareras gritaban con precipitación sus pedidos. -Quédate aquí -me dijo con una voz que me hizo bien-. ¿Por qué es por lo que no puedes volver a tu casa? -No puedo. En casa me espera algo... No, no puedo; es demasiado terrible. -Entonces déjalo estar y quédate aquí. Ven, límpiate primero las gafas, no es posible que veas nada. Así, dame tu pañuelo. ¿Qué vamos a beber? ¿Borgoña? . . .
me mira hace la pregunta de la que ya conoce repuesta me palmotea el hombro y dice: "fuerza muchacho, fuerza" le estrecho la mano, como si de alguna forma aliviase mi dolor o el suyo palmotea mi hombro nuevamente y desaparece . . .